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CARLOS HERNÁNDEZ
LA PATRIA | MANIZALES
Sin acartonamientos, Lisandro Duque se sienta a hablar de “lo divino y lo humano”, tal como llama a su columna dominical en El Espectador. Es cineasta, aunque no por ello es un columnista dedicado a ese tema. Antes mejor, si una semana habla de la decadencia intelectual de Plinio Apuleyo Mendoza, otra se refiere a la foto que acompaña sus escritos, y en la otra se disculpa por haber robado, sin querer, las ideas de algún colega para redondear un argumento suyo. Bien dicho: lo divino y lo humano.
Esta conversación duró lo que él se demoró degustando dos cigarrillos y media cerveza, hace dos semanas en un receso de su papel como jurado de los Premios Granada, que otorgó la Secretaría de Cultura de Caldas. Eso sí, tocó enfocarse, por cuestión de tiempo (en ese momento) y de espacio (en esta página), en dos temas: el cine, que es lo suyo, y el proceso de paz, que hace parte de esos temas en los que practica el diletantismo.
Nuestro cine
¿Qué vio en los trabajos que evaluó para los premios?
Me tocó valorar tres propuestas de colectivos e individualidades audiovisuales, y ratifiqué lo que ya había observado en Manizales: que hay una actividad audiovisual muy interesante. Hay ya muchos cuadros, cineastas jóvenes que están construyendo la imagen de la región y sus conflictos, y que han logrado procesos de formación muy fuertes en las nuevas generaciones de cineastas de Caldas.
¿Qué le llamó la atención?
Me hizo falta ver propuestas de municipios distintos a Manizales. Sé que las hay. Hay mucha gente joven dedicada al video, al documental, a los testimonios, y eso faltó, pero no porque no existan, sino porque no se decidieron a postularse. Se animarán en una próxima convocatoria, seguramente cuando vean la credibilidad del evento.
El entusiasmo por hacer cine ha sido impulsado en buena parte por la Ley de cine, del 2003. ¿Cómo le ha ido al país con su implementación?
Dio un impulso más orgánico y mejor presupuestado, pero antes ya había mucha actividad, no producto de una normatividad estatal sino del desarrollo de la tecnología. Es que los jóvenes están naciendo con una cámara debajo del brazo. En los últimos 10 años se ha sofisticado mucho la tecnología digital, por ejemplo, a través del celular. Hoy un celular no es solamente un teléfono, sino una cámara. En Colombia hay 46 millones de cámaras. El sueño del ruso Dziga Vértov (1896-1954) de que hubiera una cámara-ojo que registrara todo lo que ocurría ya se volvió un hecho cotidiano. No ocurre nada de cierto nivel de espectacularidad que no esté quedando registrado.
¿Qué decir sobre la calidad?
Sería injusto exigir una alta calidad en la captación de hechos repentinos, porque ahí el valor es fundamentalmente testimonial. El cineasta mexicano Guillermo Arriaga dijo en estos días en Bogotá que hoy no debería haber escuelas de cine porque ya todo el mundo es camarógrafo. Es absurdo. Justo porque todo el mundo es camarógrafo es que hay que perfeccionar el uso de la cámara y de la tecnología, logrando cada vez registros menos imperfectos de esos hechos súbitos. Se trata de un género: el género de lo improvisado, de lo noticioso, de lo repentino. La creación audiovisual (la ficción, el documental, la construcción de memoria visual y sonora) cada vez requiere perfeccionar más la técnica, el lenguaje y la gramática de quienes andan por ahí con una cámara.
Continuando con la actualidad del cine nacional, ¿por qué lo castigan con poca taquilla?
Este año cerrará con 22 largometrajes estrenados y el próximo año pueden ser 30. Estamos en un auge físico y numérico, pero aún no hay un auge de lenguaje. La tecnología y la masificación de las cámaras se han ido adelante, pero todavía está en la retaguardia el espíritu creador de quienes deben aprovechar de la mejor manera esa tecnología.
¿A qué se debe que no haya público?
Hay tanteos tímidos de los nuevos y viejos cineastas en la construcción de relatos que conquisten el interés del espectador. Películas nuevas como La Sirga, Chocó, La Playa, me parecen aproximaciones muy interesantes a un perfeccionamiento de la reflexión audiovisual, de la dramaturgia, de la puesta en escena, del reflejo del paisaje nuestro, pero es muy precoz todavía cantar victoria y decir: “¡Lo logramos! ¡Eureka! Encontramos el arte ideal”. Ninguna disciplina debe tener la presunción de creerse perfecta y que llegó a un punto de maduración después del cual no sigue nada. Es una actitud un poco mesiánica, muy explicable en las vanguardias.
Explica el fenómeno desde el lado de los cineastas. Desde el punto de vista del acceso del público a esas películas, y a la forma como se comporta la industria, ¿no cree que también hay responsabilidad?
Hay baja publicidad porque estamos en un país que tiene sacralizada la propiedad privada y quien quiera que el público se entere de que estrenó su película tiene que invertir en publicidad. Si no lo hace, los exhibidores no lo harán por cuenta propia. También son películas de muy bajo presupuesto. Eso es loable, pero todavía no deben tener la vanidad de suponerse acabadas, perfectas.
Lo político
Usted también es columnista y suele opinar sobre el acontecer político del país. ¿Cómo analiza la apuesta por los diálogos de paz?
Me encanta. Deseo que eso se cristalice en una solución negociada al conflicto armado. Sin embargo, la voluntad del Gobierno es desigual y precaria porque, simultáneamente a las conversaciones, el ministro de Defensa lanza sistemáticamente expresiones con mucho adjetivo. Se supone que el Gobierno es una unidad ideológica que debe tener todas sus piezas al servicio de un determinado propósito, y si el presidente muestra voluntad de negociación con un enemigo histórico, todos los componentes de ese Gobierno deben coadyuvar a ese propósito y utilizar un lenguaje más apacible, menos arrebatado. Hay una enorme irresponsabilidad.
¿Qué decir sobre el papel del Ejército?
En los últimos 10 años se ha hipertrofiado como un aparato con una fuerza propia y autonomía que me parecen inquietantes. Además veo que el lenguaje militarista se apodera de la cotidianidad. A este país se lo tomó una idea mediocre de la fuerza y de Dios. Todo el mundo habla de los militares como si fueran héroes. A mí no me parece. Heroicos los soldaditos que se exponen a los azares de la guerra, pero la institucionalidad misma del Ejército está sobresaturada de arrogancia, de soberbia. Y Dios, todo el mundo habla de Dios. Se volvió un protagonista de novela. Está en todas partes, pero con un lenguaje desabrido y tontarrón. Se ha mediocrizado mucho esa idea clásica del dios eterno, y ahora se ha vuelto un cliché que abunda como maleza. Pobre Dios, le están tirando a matar.
Para preguntarle sobre las Farc me quiero referir a dos películas suyas. En Los niños invisibles (2001) hay un barbero comunista que se choca con la realidad del capitalismo. En Los actores del conflicto (2008) los protagonistas le apuestan al llamado teatro comprometido, y quedan ridiculizados. En resumidas cuentas, ¿aún hay que hacerle entender a esa guerrilla que la utopía es solo eso, una utopía?
Después de que se cayó el Muro de Berlín las Farc mantuvieron un discurso que parecía descontinuado histórica y culturalmente. Sin embargo, creo que han ido matizándolo. Se han ido adecuando, y la tecnología ha influido mucho. Los puntos de vista que negociaron para la agenda de La Habana me parecen muy instalados dentro de la contemporaneidad. Ya no reivindican la dictadura del proletariado ni del campesinado. Hablan de la tierra, la minería, la ecología. Han ido haciendo a un lado ese radicalismo de los 60, del socialismo total y maximalista. Curiosamente el Ejército sigue manejando un discurso de Guerra Fría, como si el Muro de Berlín no se hubiera caído.
A quienes les da por hacer listas de los intelectuales del país lo meten de cuando en vez en el grupo. ¿Qué papel deben cumplir los intelectuales?
¡No sabía! Están equivocados. Ahí sí se subieron a un peladero, pero bueno… Es que el concepto de intelectual me parece muy espeso, muy solemne, pero es cierto: soy un intelectual en el sentido gramsciano más puro. Gramsci decía que no existen no intelectuales, que cualquier persona, independientemente del oficio que tenga (plomero, bailarín, artista) es un agente muy activo de su ideología, así no lo sepa. En ese sentido asumo esa condición de intelectual que tiene el descaro y la frescura de opinar públicamente, espero que con un sentido muy libérrimo de la vida, y poco maniatado a conceptos dogmáticos. Aunque es probable que tenga también mi dogmatismo, claro está.
¿Pero cuál es el papel de los intelectuales? ¿Opinar simplemente?
Al intelectual se le paga para pensar. Y aunque no me paguen, siento la obligación de pensar, de utilizar mi bagaje cultural, mis lecturas, mi sensibilidad como artista y escritor para aportar a una visión del mundo que sea amable, armónica. Si me toca dar una definición concluyente me pego de dos frases de Albert Camus. Una: cuando a él le preguntaron qué había hecho por el mundo, ya que hablaba y escribía tanto, respondió: “he tratado de no empeorarlo”. La segunda es que mientras Maquiavelo postuló que el fin justifica los medios, Camus dijo que los medios justifican el fin. Me da envidia que no se me haya ocurrido esa frase, que he incorporado a mi ser, a mi saber, a mis actos públicos y personales. Quiere decir que, si quiero paz para el país, tengo que ser pacífico, respetuoso. No dejar de ser crítico, pero no contribuir a empeorar el mundo, y trato de hacerlo así.