Las cifras hablan por sí solas: en Colombia hay 142 cárceles con capacidad para 75 mil 726 internos, pero la realidad es que en ellas se alojan hoy 114 mil 579 presos, de los cuales 76 mil 605 están condenados y 37 mil 974 se encuentran sindicados de algún delito… un hacinamiento del 51,3 %, según datos del propio Ministerio de Justicia. Lo más grave es que cada mes llegan cerca de 1.500 presos nuevos, lo que al final del año hará que el hacinamiento traspase las barreras de lo posible, si no se toman medidas inmediatas para superar el problema.
Si nos vamos al pasado, encontramos que en 1998, hace 15 años, la Corte Constitucional le ordenó al Estado a través de la sentencia T-153 solucionar dicho conflicto, que para esa época no tenía las dimensiones de hoy, y que facilita que se generen corrientes de corrupción cada vez más difíciles de controlar, en las que participan los guardianes del Inpec, y que las garantías de cumplimiento de los derechos humanos en las penitenciarías se hagan absolutamente imposibles. Es el caso de la salud, cuyos servicios resultan insuficientes para atender mínimamente a la población carcelaria.
Por eso es acertada la determinación de la juez 56 penal del Circuito de Bogotá de prohibir que en los próximos tres meses ingresen más reclusos a la cárcel Modelo, para obligar a que se tomen decisiones de fondo que lleven a darle remedio a este eterno drama que toca ya las fronteras de lo dantesco, pues allí el hacinamiento llega a la cifra absurda del 279 %. No es suficiente con trasladar presos de un lugar a otro, porque además de cambiar de sitio el problema, los internos terminan siendo alejados de sus familias, lo que juega en contra de su rehabilitación.
Lo que se observa es un retraso exagerado en el famoso Plan de Cárceles (ocho megacárceles para 36 mil internos) del que tanto se ha hablado desde el anterior gobierno, y que no avanza en lo más mínimo. Igual ocurre con la iniciativa de construir colonias agrícolas para alojar a cerca de 4 mil indígenas y campesinos que resulten condenados. Solo se han hecho algunas adecuaciones de infraestructura en penitenciarías existentes como La Picota, pero su efecto no logra cubrir un porcentaje significativo del problema. Se necesitan medidas estructurales más eficientes y en el corto plazo para comenzar a superar semejante lío.
En las condiciones en las cuales se está dando la reclusión carcelaria en el país, se está facilitando que los más peligrosos criminales conviertan las prisiones en máquinas del abuso y de la muerte, logrando convertirse en los reyes de peligrosas bandas que actúan adentro pero también logran traspasar las fronteras, así que en lugar de servir para reorientar las vidas de quienes caen allí por diversas circunstancias, cada vez hay un deterioro mayor que alimenta y fortalece la delincuencia.
Es claro que la inexistencia de una política criminal lleva a que se den desequilibrios en todo el sistema, haciendo que estén en prisión domiciliaria delincuentes que deberían estar en un penal de alta seguridad, y que a estos últimos vayan a parar personas a las que se les debería dar la casa por cárcel. Por esto, el país no puede aplazar más la necesidad de establecer esa política, en la que las paradojas mencionadas no sean posibles, y se garanticen condiciones mínimas de respeto a los derechos humanos para todos los reos, para romper así el perverso esquema de corrupción que se da hoy, y que permite privilegios para unos pocos.
Bien ha dicho la ministra de Justicia, Ruth Stella Correa Palacio, que no todas las conductas punibles ameritan que los responsables vayan a centros de reclusión y que pueden implementarse otros métodos de castigo a quienes cometen faltas que no representan peligro real para la sociedad. Ojalá salga a flote el nuevo Código Penitenciario que se propone llevar para aprobación del Congreso de la República a ver si, por fin, logramos ver la luz al final del túnel.