Su santidad Benedicto XVI acaba de darles una lección a los funcionarios públicos que se resisten a dejar sus cargos, porque se sienten indispensables o porque se aferran a las nóminas, inclusive después de adquirir el derecho a pensionarse, para no perder los incrementos que se les hacen cada año a los sueldos, muchos de ellos ordenados por los mismos beneficiarios, como en el caso de los parlamentarios, que maliciosamente incluyen en tales aumentos a los magistrados de las altas cortes, para garantizar el beneplácito de constitucionalidad requerido para su efectividad. El papa dimitente consideró que sus fuerzas eran inferiores a la demanda física y mental de las obligaciones a su cargo; y sentando un precedente histórico, apenas registrado hace más de 600 años, renunció, para refugiarse en la intimidad de su espiritualidad, inteligencia y sabiduría, y aportar desde allí a la Iglesia Católica las luces de su magisterio y el ejemplo de su vida. Este pontífice emérito, más que estadista, es un intelectual, catedrático y escritor, por lo que los tejemanejes administrativos de la Santa Sede, agregados a los problemas que enfrentó, que no eran nuevos sino que otros papas habían eludido, desgastaron sus energías en cosas distintas a su vocación apostólica y misionera.
Juan Pablo II, antecesor de Benedicto XVI, ese sí un estadista de muchos quilates, tanto que fue el artífice principal de la caída del Muro de Berlín y del desbarajuste de la Unión Soviética; propiciador de acercamientos con líderes tan controversiales como Gorbachov y Fidel Castro, que sirvieron para mermarle intensidad a la Guerra Fría; y polo de atracción con otros credos religiosos, para reconocer un ecumenismo que solo la intransigencia y el sectarismo desconocían, gastó en su misión hasta el último aliento de sus fuerzas humanas, causándole dolor a quienes veían su sacrificio, acogido al argumento de que "Cristo no se había bajado de la cruz".
Respetables las dos posiciones, por sinceras y honestas, distintas de las que inspiran a los políticos, que no ven más allá de sus apetitos de poder y riqueza, tras los cuales se aferran a sus sillas. Y si las circunstancias finalmente los obligan a retirarse, sienten, como cualquier Orsini, Borbón, Borgia o Grimaldi, que tienen derecho a nombrar sucesor, al que le endosan su capital político, para manejar el poder como ventrílocuos. Esto, después de que, durante el ejercicio de sus cargos, han engordado sus patrimonios personales y los de varias generaciones de amigos y parientes.
Un caso histórico se dio con el señor Joaquín Balaguer, en República Dominicana, quien, después de haber sido "segunda voz" del siniestro dictador Rafael Leonidas Trujillo, al que asesinaron o, si no, ahí estuviera apoltronado, logró que lo eligieran presidente de la república y se hizo reelegir varias veces, a pesar de que en la última oportunidad superaba los noventa años y estaba ciego.
Ojalá muchos gobernantes, parlamentarios, magistrados y dirigentes, en todo el mundo, se miraran en el espejo de su santidad Benedicto XVI y tuvieran su entereza.