Una pésima lección para el país dicta el lamentable espectáculo que protagonizan los expresidentes Andrés Pastrana y Álvaro Uribe con el actual Gobierno Nacional en cabeza, para estos menesteres, del ministro del Interior, Fernando Carrillo; y con refuerzo de Ernesto Samper. Mientras en el país la mayoría católica asistía a los actos de Semana Santa a cumplir con el deber de reflexionar sobre la vida que llevamos sorprendió el escalamiento de la polémica de los exmandatarios, quienes se rebajaron a lenguajes que resultan ofensivos no solo entre ellos, sino que se irrespeta la majestad de la Presidencia.
Es muy difícil impedir a quien estuvo en el poder que se haga a un lado a la hora de opinar. Generalmente la experiencia acumulada mientras se estuvo activo en lo público resulta un importante elemento que en la distancia puede ayudar a la toma de decisiones para quienes continúan en el cargo. No obstante, no puede ser que la aparición en público de los expresidentes sea para motivar reclamos a quienes los sucedieron en el poder.
Bienvenido el debate de las ideas y la sana crítica, pero no fue precisamente lo que primó la semana pasada. Una cosa es que se exprese el desacuerdo con decisiones del Gobierno o se critique actuaciones de administraciones pasadas y otra bien distinta que se hagan en tono descalificador y que en lugar de atacar las ideas y los programas se atente contra las personas. Esto es lo que hizo que la polémica escalara a términos que no vienen bien en un país que debe sumar esfuerzos en buscar cómo superar sus principales problemas: la desigualdad, la pobreza, la mala educación y la violencia.
El proceso de paz que entró en receso por dos semanas fue el motivante de la dura polémica. No resulta sano que el Gobierno Nacional actúe a la defensiva contra quienes opinen en contra de este esfuerzo, como no lo fue cuando el mandato de Uribe asumió igual actitud frente a los quejosos por el acuerdo de Justicia y Paz con los paramilitares. No puede ser que se defienda la posibilidad de paz con duros epítetos o con descalificativos, pues el mensaje es que desarmaremos a los hombres, pero no los espíritus. Si los elegidos por los votantes como los líderes intentan resolver sus problemas a punta de insultos en la era de la razón, el mensaje es nefasto para los gobernados.
En un país con tantas complejidades como el nuestro, que necesita de la sapiencia de sus más altos dignatarios en todo momento, se deben enviar mensajes de cordura para resolver los conflictos, pero el sinsabor es que quedó en el ambiente todo lo contrario. Es necesario que paren en esa inmadurez de tratarse y se centren en el fondo de cara a construir un país mejor y en donde quepan todas las concepciones del Estado y los pensamientos divergentes sobre cómo abordar el presente de cara al futuro.
Rasgos de intolerancia como los mostrados en las últimas semanas por los gobernantes, que de paso van dejando entrever cómo se alinderarán las fuerzas políticas para las elecciones presidenciales del 2014, fueron los que llevaron a la dura violencia que se inició en los años 40 y cuyo legado seguimos padeciendo. Entonces de la irresponsabilidad de las palabras se pasó a la amenaza ligera y a la acción violenta como arma política. Esa falta de sensatez de entonces nos sigue pasando cuentas de cobro, hoy de maneras distintas y más complejas. El país pide a gritos a sus dirigentes que hablen con razones y no con emociones. Estas poco le han aportado a nuestra historia. En las manos de los expresidentes y del mandatario actual está que los ciudadanos los miren con el respeto que se merecen y no con desprecio por sus actitudes belicosas.