Voy a confesarme. Si hubiera muerto antes de los 7 años, hubiera muerto con el pecado original, como definió el Concilio de Florencia a aquellos niños sin bautizar. Mi alma se hubiera ido derechito al limbo, ese sitio al borde del infierno, mientras mis amigos de colegio estarían en el cielo alzándole la falda a las compañeras y viendo quién escupe más lejos.
Me bautizaron grandecito e hice la primera comunión por mero interés. Por los regalos, obviamente, y por la curiosidad que me generaba esa ceremonia en la que por primera vez nos daban el cuerpo y la sangre de Cristo, transmutados en un vino moscatel y una oblea sin azúcar. Siendo el hijo de Dios se podría pensar que tendría mejor gusto, pero quién soy yo para cuestionar su obra.
No me aprendí El Credo. Ni El Gloria. Ni el Acto de Contrición. En la misa moví los labios imitando el coro de compañeros que sí rezaban de verdad. Yo esperaba la hostia y la cadenita de oro con un crucifijo que nos regalaban. Al final posábamos de santos para la foto y de ahí salíamos a las fiestas de otros niños a hacer las patanerías que el profesor de religión nos advirtió que no hiciéramos para poder ser buenos católicos.
De la confirmación, ni hablar. Basta con decir que mi padrino estaba borracho.
Y para el matrimonio dejé la farsa. Le dije al sacerdote que, aunque respetaba la ceremonia, me abstenía de hacer las genuflexiones, a la bendición, a la confesión, a la comunión. Prometí ante Dios estar con mi esposa en la Pobreza (así con P mayúscula) y a serle infiel, para la risa de los asistentes. Pagamos y nos fuimos.
Como pueden leer mi relación con la Iglesia no ha sido la mejor. Siempre cuestioné sus dogmas, ritos e intereses. Cuando las religiones se convierten en algo más que en proteger la mística y la fe, no son más que un negocio. Al parecer así lo sintió Benedicto XVI y por eso renunció.
Cuenta Eric Frattini, vaticanólogo que por estos días están muy de moda, que el papa le dijo a los obispos "que parecían lobos que iban a terminar por devorarse entre ellos". En una entrevista publicada en El Espectador (Edición 36.022), Frattini habla de los poderes que se manejan en la Iglesia, de los sodanistas (ojo, no sodomitas, aunque de esos también hay) y los bertonianos, que son los seguidores de los cardenales Sodano y Bertone, los más poderosos en el cónclave. Habla de los negocios del Vaticano: de los dineros que entran por sus museos, por el diezmo y por su banco, que hasta hace poco fue paraíso fiscal para la Cosa Nostra y otros personajes turbios de Europa.
El Vaticano y ese cónclave de 115 purpurados están más preocupados en cómo mantener el statu quo, que en quienes depositan su fe en ellos. Pobres fieles. Por eso muchos terminan en derivados del catolicismo. En esas sectas de garaje o iglesias que llenan estadios y los bolsillos de algunos comerciantes de la fe.
O de depravados. Como el pastor Álvaro Gámez que abusó sexualmente de las mujeres de su congregación en Pasto. O ese otro brasileño que violaba a sus fieles diciéndoles que su pene estaba bendecido y que Dios podía entrar en sus vidas a través de la boca. Les pedía que le hicieran sexo oral hasta que el Espíritu Santo llegara con la leche divina. ¡Amén hermanas, chuparon por bobas!
Ahora los ojos del mundo católico están puestos en quién será el nuevo sumo pontífice. Un iluminado por la gracia del Espíritu Santo, elegido por unos viejos cuyos intereses van más allá de la fe. Las cosas no cambiarán mucho.
Nunca fui un gran admirador de Joseph Ratzinger. Siempre me pareció muy ortodoxo y cerrado a los cambios. Pero su decisión, después de haber leído lo que sucede en el Vaticano y su opinión de la curia, la respeto. Me hizo recordar la historia de la silla que se inventaron en la Iglesia luego de que una mujer, la papisa Juana, ocupó el Ministerio de Pedro por unos años haciéndose pasar por hombre.
Tras el engaño, los sacerdotes se inventaron una silla especial que tenía un agujero en el sentadero, donde se sentaban los candidatos a ser papas. Por el agujero debían colgar los genitales benditos de algún cardenal y otro alto cargo de la Iglesia comprobaba al tacto que aquello que pendía era lo que tenía que ser. Si todo era correcto, el fedatario decía "Duos habet et bene pendentes", es decir, "tiene dos y cuelgan bien". A lo que todos respondían "Deo Gratias".
Ratzinger, los tiene. Seguramente escurridos por la edad, pero los tiene.