El prado era grande y hermoso; la hierva verde y jugosa; la brisa traía alivio al calor y bochorno de la jornada; los que frecuentaban las laderas y a veces abriendo la puerta de la cerca entraban al prado hablaban el arameo, el hebreo, el griego o el latín; casi todos pertenecían a la clase trabajadora, sencilla, familiar.
Se escuchaba el seco ruido que al arrancar las hojas del pasto hacían los borriquillos que eran utilizados para el trabajo en el campo, el traslado de los sencillos galileos, el jugueteo de los niños hebreos; aprovechaban esos espacios de tiempo para alimentarse sabrosamente.
Entre todos los borriquillos, unos doce, había tres que se erguían con aspecto de satisfacción y gozo; a veces se les veía a solas rumiando y como recordando mansamente momentos del pasado.
Uno de los burritos pintado de café en su pelo contaba en sus memorias cómo había servido a un trilogía maravillosa para acompañar sus trabajos, traer sobre sus lomos las canecas con agua, la madera para el trabajo, muebles que eran llevados para la venta; varias veces cargó a un niño pequeño hermoso como un lucero y limpio como una perla; recordaba los nombres de aquella familia: el pequeñín Jesús, la bondadosa María y el trabajador José.
El otro burrito lucía más trajinado, de color cenizo, de cascos gastados; contaba a sus compañeros cómo había tenido largo viaje cuando una familia de Nazareth había salido con prontitud huyendo de la persecución del altanero Herodes; hasta Egipto le tocó la dura jornada unas veces cargando en sus lomos a una bendecida mujer llamada María que cargaba con ternura a un pequeñín llamado Jesús; se acordaba que el responsable de tan valiosos caminantes se llamaba José; siempre que contaba esa historia sentía orgullo y satisfacción.
El tercer borriquillo no dejaba de contar su reciente historia: unos hombres lo habían llevado para cargar a un profeta que aclamaban y le llamaban Jesús de Nazareth; se hacía lengua para narrar cómo cantaban a su paso, le llamaban bendito, le extendían ramos de saludo y triunfo a su paso; decía que había llevado en sus lomos a un rey, porque así le gritaban; se erguía con orgullo: había sido digno de cargar a un rey.
Esta es la historia de los tres altivos borriquillos; estamos prontos no solo para recordar sino para revivir la tercera historia; en la Semana Santa el pueblo cristiano camina en procesión cantando y orando para reconocer en Jesús de Nazareth al rey y Señor de la historia; vale la pena seguirlo, ser su discípulo. Toda la semana desarrolla una ocasión pausada de limpiar de escorias nuestra vida y revestirnos de una renovada alegría, de tener fe alegre y entusiasta.
Me acuerdo de un inteligente y eminente hombre que a veces pintaba en las hojas de sus escritos una cabeza de burrito con trazos elementales; un día me atreví a preguntarle por qué lo hacía; su respuesta se me clavó en el alma: porque quiero ser como el borriquillo del Evangelio: llevar a Jesús por todas partes con amor.