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El tiempo de los nombres propios

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En el año 2000, Fernando Vallejo les decía "a los muchachos de Colombia" que tenían que aprender a ponerle nombres propios a la infamia. Por infamia quizás entendía la violencia, aunque quizás no; porque siendo él podría ser cualquier otra cosa.

El hecho es que la infamia que se le sorteó a este pedazo de país, a Caldas, es la corrupción. Aquí esa es la que socava de adentro hacia afuera hasta quedarse con todo, la que rompe y desbarata, la que en un lado acaba con la vida y la que en otro no deja con qué vivir; la misma que arrebata todos los futuros posibles hasta dejar uno solo, el que sobra. Aquí, "muchachos", es esa la infamia que requiere nombres propios.

La corrupción es la historia que compartimos los caldenses. Entre todas las cosas buenas, y de todas las cosas malas, es parte del relato común, parte de lo que nos ubica en este tiempo y en este espacio particular. Ella sí nos explica. Es, como dijimos una vez, "la proyección de lo que fuimos y no contamos".

Lo que pasó la semana pasada con el caso de los supuestos sobrecostos de las sillas del estadio Palogrande, y con el hecho de que hayan llegado un fiscal y un juez a decir que comienzan una investigación con nombres propios, significa un evento para transformar, en parte, nuestro modo de contar la infamia y curarnos de ella.

Al hacerlo hay que arrancar por el principio: que a el exalcalde Juan Manuel Llano y a los demás funcionarios y contratistas implicados se les debe respetar su presunción de inocencia hasta el fin del juicio.

Eso no quiere decir que mientras tanto no podamos hablar, no podamos preguntarnos, no podamos discutir. Un juicio no hace de sus temas un tabú. Tenemos antes la excusa perfecta, es el momento preciso para quitarnos el miedo y el cinismo, para hablar, para entender que no tendremos el derecho de la última palabra que condena, pero que sí podemos reconocer que aquí ya algunos saben cosas y otros no, que unos quisieran contar lo que vieron u oyeron y otros quieren enterarse o al menos exponer sus percepciones. Eso ya es un logro para una sociedad medio muda.

Es el tiempo justo para recordar que desde atrás sabíamos que estábamos pagando más que otras ciudades por las sillas del estadio. Es tiempo de indagar qué tan cierto es que de una licitación anterior, que había fracasado hacía poco, existían cotizaciones de la misma empresa Guerfor S.A. -la que finalmente salió seleccionada- en la que las sillas tenían un valor considerablemente menor al que se terminó contratando.

Es tiempo de preguntar si es cierto que el presupuesto del proceso de selección se estructuró con cotizaciones que, teniendo fecha de vencimiento, ya no tenían validez, pero que además, al momento de establecer la subasta entre los proponentes, se sacó la oferta más barata y la más cara, al parecer sin fundamento jurídico y sin solicitar claridad de los oferentes. ¿Qué tan acertado es lo que dice la Alcaldía de que se hizo por un método estadístico de eliminar los valores heterogéneos de la muestra? Aún no sabemos. Es tiempo de sugerir que todo esto pudo haber llevado a que el promedio de las ofertas, que en últimas define el valor de arranque de la subasta, se viera distorsionado y generara un incremento de entrada.

Es tiempo de preguntar si es cierto que el municipio contrató, antes del proceso de selección, al ingeniero Nicolás Fernando Méndez Borda para que hiciera una estructura de costos con la que se definieran criterios para la evaluación de las ofertas. ¿Es verdad que en ella se concluyó que el valor de las sillas era uno menor al que se terminó contratando después? ¿Se tuvo en cuenta entonces esa estructura de costos?

Respetando las decisiones de los jueces, el tiempo de un juicio es una oportunidad para dejar de hablar la corrupción en abstracto y ponerle nombres propios, es decir, darle sujeto y predicado.

Pero también hay que reconocer que en una sociedad tan llena de odios, lo más relevante de un juicio por corrupción no es el poder condenar a alguien y someterlo al escarnio. Mejor es que, tanto en el juzgado como en la calle, salgan los relatos pendientes y los nombres ocultos, no tanto para responsabilizar sino para construir una memoria de lo que pasó, y que, como después de una guerra, se repare a la sociedad y no se repita.


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