Ser pronta es una de las condiciones imprescindibles de la justicia. En los procedimientos judiciales, los "términos" tienen una significación vital. Ellos son derecho y garantía de las partes, y configuran un mandato categórico para los investigadores y los jueces. Teóricamente son las reglas de juego para quienes ofician en el altar de Temis. No debiera existir excusa para no cumplirlos. Les es prohibido a los litigantes entrabar la marcha normal de los procesos, ni retardar las decisiones a quienes están confiadas las determinaciones de la justicia. El legislador ha sido drástico en sancionar a los abogados que utilizan recursos dilatorios para obtener tramposas prescripciones, y a los funcionarios que engavetan los expedientes y fallan cuando les da la gana.
El anhelo de la justicia pronta dio origen al sistema oral. La eternidad para resolver los conflictos civiles o administrativos, la lentitud desesperante en la justicia penal, buscó solución en la oralidad, como herramienta básica en el imperio de la ley.
En Colombia, la justicia penal lleva varios años sometida a la mentirosa rapidez de la oralidad. Términos cortos para investigar y cortos para fallar. Esa conquista debió convertirse en un motor dinámico para decidir, sin demoras, los conflictos que generan los litigios. La experiencia que nos deja su aplicación es francamente desoladora. Téngase en cuenta que la justicia remolona exaspera a las partes que, muchas veces, dirimen sus discrepancias por los atajos de la violencia. La gente sabe esperar que en tiempo prudencial las sentencias le pongan fin a las divergencias sociales. Para lograr ese cometido, el legislador ha sido cuidadoso en expedir normas que agilicen la solución de las demandas que se presentan ante los tribunales.
Desgraciadamente una es la sana intención del organismo que hace las leyes, y otra, la irritante realidad. Puede afirmarse, como tesis incontrovertible, que desde los juzgados municipales hasta la Corte Suprema de Justicia, ninguno cumple los términos. Con una salvedad: la de los abogados litigantes. A éstos se les aplica con rigor implacable todo descuido en el manejo de los tiempos judiciales.
Es dramático el caso Colmenares que actualmente se ventila en Bogotá. De acuerdo con las normas del Sistema Acusatorio ya debiera estar fallado. Pero pasan las semanas, suman los meses, y el teatro escandaloso de una audiencia inacabable, desmoraliza al país. Todos concluimos que se han parrandeado los términos y no adivinamos cuánta paciencia será necesaria hasta que este alboroto mediático tenga solución.
En el departamento de Caldas hay un ejemplo de lo que es una justicia perezosa, indolente al reclamo ciudadano. Me refiero a la lentísima película montada en torno del actual gobernador. Guido Echeverri ha sido un ejecutivo ejemplar que se desempeña con la aprobación unánime de la ciudadanía. El santanderismo jurídico echó abajo sus compromisos como ejecutivo honesto y eficiente, para abrirle calle de honor a un puritanismo extravagante que se alimenta de comas y de incisos. Desconcierta al departamento la latosa acritud de una justicia objetiva que le rinde venias a la talanquera de los parágrafos para amputarle la cabeza a nuestro mandatario, desconociendo olímpicamente el espíritu de la ley. La apelación contra la decisión adversa del juzgador de primera instancia lleva ya muchos meses en el Consejo de Estado para que dirima la litis como a bien tenga esa corporación.
Es grave la interinidad administrativa. Solo un gobernador de la eficacia de Guido Echeverri puede superar esa cápitis diminutio que pende sobre su cabeza, actuando febrilmente como gran ejecutor de programas redentores para Caldas.
Nadie entiende la desidia del Consejo de Estado para sentenciar, exasperando la suerte de un departamento que busca claridad y proyección en su destino.